Añadiendo un pequeño porcentaje de wolframio al acero, se consigue proporcionar dureza extra al blindaje de los tanques, las ojivas de los proyectiles antitanque y los motores de los aviones. Es lo que necesitaba Alemania, pero en Europa no existe muchas vetas de este mineral, excepto, mire usted por dónde, en la Península Ibérica. En concreto, en la costa coruñesa se halla el 70% de la producción española. Pero no solo Alemania necesitaba wolframio para sostener la guerra, que a medida que avanzaba iba consumiendo más y más cantidades de este material. Y a medida que se necesitaba más wolframio, los precios se encarecieron a consecuencia de esa extraña ley de la oferta y la demanda. En 1944 los aliados habían logrado tal encarecimiento en las ventas de los países productores a Alemania, que los onerosos gastos por tonelada para el Tercer Reich suponían unos dos mil euros de hoy en día, cuando antes de la guerra se pagaban solamente a 20 euros la tonelada.
El aumento del precio del mineral ocasionó una verdadera “fiebre de wolframio” en las regiones donde se encuentran los principales yacimientos, similar a la sucedida con el oro en los EEUU en el siglo XIX. Todo el mundo se puso a extraer como pudo el material. Los pobres y los ricos, cada cual a su nivel. Las empresas mineras aprovecharon la abundancia de mano de obra barata y depauperada, que hacía lo que fuese por sobrevivir, con lo que consiguieron incrementar la producción. Los más pobres intentaban hacerse con el wolframio que aflora en la superficie o trataban de apurar los restos que dejaban las rapaces compañías mineras. Esta búsqueda al por menor se conocía en España con la frase “ir a roubeta” (tirarse a la mina o lanzarse al monte, contrabandear o matutear, en resumidas cuentas). Los terratenientes, es decir, los propietarios de las tierras, alquilaban por hasta 10 pesetas diarias un permiso de extracción de wolframio a los improvisados y paupérrimos mineros. Los mismos obreros de las minas de wolframio se quedaban con parte del material que sacaban de “extranjis” de la mina y lo vendían en el mercado negro, logrando sacar un dinerillo extra. Se calcula que entre 1939 y 1945, la producción gallega de contrabando de wolframio ascendió nada más y nada menos que a 5000 toneladas, cuyos réditos no llegaron a la Hacienda del régimen franquista.
En 1943, cuando se ha dado la vuelta a la tortilla de la guerra definitivamente, a Franco se le acabó el negocio de la venta de wolframio a los alemanes, pues el mismo presidente Roosevelt le advirtió de que si seguía en sus trece (vender wolframio al Führer), se acabaría la venta de petróleo. Al menos el negocio se redujo durante los últimos años de la guerra. Franco tuvo que recurrir a sustitutivos de pésima calidad para mover sus vehículos, como el sistema denominado “gasógeno” (aparato para transformar ciertos materiales sólidos o líquidos mezclados con aire, oxígeno o vapor, en gas combustible, en especial CO2). Fueron malos momentos para el Caudillo, para quien el negocio de wolframio con los alemanes era más que provechoso y lucrativo, a la vez de que el Führer mantenía todavía al otro lado de los Pirineos un poderoso ejército que podía haber hecho un buen roto a la maltrecha España. Había que nadar entre dos aguas, algo que Franco supo hacer muy bien.
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