
Aunque cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Benito Mussolini, aliado de Hitler por el llamado Pacto de Acero (firmado en mayo de 1939), no intervino, no tardaría mucho en lanzar a su país a la conflagración. Eso sí, cuando quiso, estimó conveniente y sin contar con su poderoso aliado. Los italianos no andaban muy finos después de invadir Abisinia (1935-1936), apoyar a Franco en la guerra civil española con 70000 hombres y ocupar después la vecina Albania en la primavera de 1939. El Duce estaba que no cabía en su corpachón de puro gozo. Pero…
Los italianos estaban en fase de modernización y Mussolini se mordía las uñas mientras los alemanes ocupaban diversos países de Europa como si de fichas de dominó se tratasen. Pensaba que el Führer le iba a dejar sin una miserable tajada que llevarse a la boca, y, aprovechando la tarascada alemana a la poderosa Francia en junio de 1940, el Duce creyó llegada su hora, a pesar de la opinión de los militares italianos, que estaban en contra de la intervención por falta de preparación, y del pacifismo de la población italiana en general (aunque siempre hubo algún exaltado que jaleó la entrada en la guerra). El objetivo del histriónico dictador fascista italiano era que Italia recuperase su posición ancestral en el Mediterráneo, como sucesor del Imperio Romano. Pero, ¡ay!, las cosas habían cambiado mucho desde los tiempos de los césares romanos, por mucho que el Duce se empeñase en proclamarse su heredero. No eran los tiempos de Trajano o Adriano, desde luego.
El ejército italiano disponible en junio de 1940 nada tenía que ver con la potencia casi invencible de las legiones romanas del siglo II d.C. Tenía 73 divisiones, de las cuales sólo 13 estaban disponibles para entrar en combate con eficacia. Otras 34 disponían de armamento pero no de hombres suficientes para manejarlo y en el resto de divisiones el armamento y el material mecanizado estaban anticuados. En estas condiciones, la irrupción de Italia en la guerra era algo parecido a una aventura, a un «tirarse a la piscina», en donde puede pasar de todo. Además Mussolini no había comunicado a su aliado sus intenciones bélicas. Cuando los italianos atacaron el distrito francés de los Alpes Marítimos, Hitler se quedó de piedra, pues pensó con acierto, que el Ejército italiano, más que un aliado fiable y combativo, era una lacra a la que a su pesar, tendría que echar no sólo una mano, sino las dos para que saliesen adelante. Además se abrieron nuevos frentes para los que los generales de Hitler no tenían diseñadas estrategias plausibles. Al menos de momento. Mussolini quería subirse al carro del vencedor, aportando al menos su granito de arena. Como Franco. Lo que ocurre, es que afortunadamente, el Caudillo de la «España imperial» finalmente se inhibió, como gallego cauto que era.
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