Batalla en los cielos de L.A.

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Bombardeo Los Angeles
Portada de Los Angeles Times, en donde se informa de un bombardeo a la ciudad

El bombardeo japonés de la base hawaiana de Pearl Harbor, ocurrido el 7 de diciembre de 1941, significó la entrada de EEUU en el conflicto mundial. Hasta ese momento, la mayor parte de la población norteamericana era partidaria de la neutralidad, pero la agresión era intolerable y había que responder a los japoneses con contundencia. Pero los habitantes de la costa oeste de EEUU, comenzaron a darse cuenta, una vez superados los primeros momentos de patrioterismo vocinglero, que estaban en primera línea de combate. O que estaban en un tris de estarlo. Temían una invasión japonesa a gran escala. Lo que no imaginaban es que ni unos estaban preparados para repeler un ataque de tal magnitud, ni los otros estaban capacitados para lanzarlo. La psicosis colectiva parecía extenderse entre la población, que padecía un molesto complejo de inferioridad repecto al ejército imperial nipón. Y ya sabemos como funcionan los mecanismos colectivos humanos en estas ocasiones. Por todas partes se vieron toros que no eran y que parecían ser. Los principales damnificados de esta psicosis fueron los ciudadanos norteamericanos de origen japonés, considerados una especie de quinta columna en la retaguardia. Por si acaso, muchos de ellos fueron encerrados en campos de internamiento.

Fue en este clima de confusión y miedo, que comúnmente van aparejados, en el que hay que situar el extraño suceso que da título a este artículo. En la tarde del día 24 de febrero de 1942 se detectaron en la costa californiana un conjunto de luces parpadeantes. «¡Ya están aquí los aviones japoneses!», pensaron muchos. Se encendieron todas las alarmas, aunque el fenómeno duró solamente unos pocos minutos. No obstante, en la madrugada del 25 de febrero, los radares detectaron un objeto situado a unos 200 km al oeste de la ciudad de Los Ángeles. Las baterías antiaéreas fueron puestas de nuevo en alerta, esperando a que el supuesto avión enemigo entrase en su radio de acción. Y esperaron, esperaron, …pero en balde, pues de nuevo el objeto desapareció sin dejar rastro. Lo bueno del caso es que a lo largo de esta misma madrugada se avistaron más supuestos aviones enemigos que irrumpían en formación de combate (eso decían los demudados testigos oculares) en los cielos de la ciudad angelina. Las baterías antiaérreas entraron en acción, y los reflectores de las mismas descubrieron en el cielo varios objetos plateados a una altura de entre 3000 y 6000 m, que se movían a velocidades demasiado lentas como para tratarse de aviones militares. A pesar de la alarma y el miedo que cundió entre la población, ninguna bomba cayó sobre la gran ciudad californiana. Además, la Marina no había detectado ningún avión enemigo. No parecía haber japoneses sobre los cielos de L.A., para alivio de muchos y desilusión de otros tantos.

Los testigos oculares hablaban en cambio de avistamientos de «grandes bolsas que flotaban en el aire». Otros divisaron luces rojas en el horizonte que se movían en zigzag. Pero no hubo daños de ningún tipo, si exceptuamos algún que otro infarto causado por el terror. Una vez superada tan agitada noche de temor, alimentado sin duda por el miedo a una invasión japonesa, el que más y el que menos se preguntó qué era lo que había sucedido realmente aquella noche. Pero no había respuestas cabales que diesen satisfación a todos. La prensa californiana se cebó en las autoridades militares, que callaban ante aquel extraño suceso, acusándolas de censurar una noticia tan formidable. El almirante Frank Knox, secretario de Marina, y para calmar los animos exacerbados entre la prensa y la población, explicó que todo se debía a una falsa alarma, una especie de psicosis colectiva (como la de la guerra de los mundos, que el genial Orson Welles se encargó de contribuir a propagar desde su programa de radio) por el temor a una más que inminente invasión y ocupación japonesa. Pero nadie le quiso creer. En el fondo, parecía que a la gente le gustaba pensar que los japoneses atacaban el suelo continental americano. Era excitante. Sin embargo, a pesar de que no había ocurrido nada, el episodio quedó registrado como documento militar secreto, hasta su desclasificaciòn en 1974. Estaba redactado y firmado por el general George C. Marshall, y en él, el militar reconocía sucintamente su desconocimiento de los hechos de aquella noche y que se continuaba investigando. Marshall, entre otras cosas decía que «parece razonable concluir que, si se hallaban implicados aviones sin identificar, debían ser aviones comerciales, pilotados por agentes enemigos con el fin de crear situaciones de alarma, descubrir la posición de los antiaéreos y disminuir las producción con los apagones». Una historia que creo que Marshall tuvo que inventarse sobre la marcha y ante la premura de presentar al presidente Roosevelt algún tipo de explicación ante lo inexplicable.

Finalizada la contienda, los japoneses negaron que se produjese aquella noche ninguna misión de observaciòn y reconocimiento sobre la costa oeste norteamericana en la que interviniesen aeronaves niponas. Luego está la consabida explicación que les encanta a los aficionados a los platillos volantes de procedencia extraterrestre. La explicación más plausible, más terrenal y consistente es la de la presencia de globos meteorológicos arrastrados por el viento sobre Los Ángeles. Los soldados encargados de las baterías antiaéreas admitieron que no habían divisado ni un solo avión aquella madrugada. El misterio sigue envolviendo lo que alguien, un periodista, seguro, denominó como la Batalla de Los Ángeles. Un término conciso, contundente, y etéreo…

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