La batalla de la isla de Azufre es la batalla de Iwo Jima, para entendernos. En la época en la que tuvo lugar el combate, febrero de 1945, Japón estaba en franco retroceso y las altas instancias sabían que iban a perder la guerra, aunque a costa de hacer una sangría en el enemigo. Las autoridades niponas sabían que el pueblo norteamericano era especialmente sensible a la muerte de sus “muchachos” en combate, y que eso haría peligrar la reelección del presidente Roosevelt. Así que los hijos del imperio del sol naciente se dispusieron a defender la isla hasta la muerte.
La isla de Iwo Jima era un puntito (lo es todavía a pesar de la que se armó) entre las islas Filipinas y el archipiélago japonés. Los norteamericanos debían conquistarla antes de poner un pie en Japón. Es una isla volcánica de tamaño diminuto, de una superficie de 8 km de largo por 5 km de ancho, con una elevación que destaca poderosamente sobre el resto de la pedregosa isla, el monte Suribachi. Los japoneses enviaron un contingente de 20000 soldados dispuestos a todo, y cuando digo dispuestos a todo, es que estaban preparados psíquicamente, al menos, la mayoría, para morir matando, y todo ello para mayor gloria del emperador Hirohito. El armamento que se llevaron consigo los defensores de la isla del Azufre era ligero, del tipo de granadas de mano y morteros, nada de artillería pesada. Con este material mantuvieron a raya al poderoso ejército que enviaron los EEUU y mandaron al otro barrio a más cantidad de soldados de la estrictamente deseable por la sensible democracia estadounidense.
El general nipón encargado de la defensa de Iwo Jima fue Tadamichi Kuribayashi, que ordenó convertir la isla en una trampa mortal para los atacantes. Los japoneses excavaron a conciencia toda la isla convirtiéndola en un infernal queso de gruyere repleto de galerías que comunicaban pozos de tirador y nidos de ametralladora entre sí. A los norteamericanos los golpes les iban a venir de todos lados. La idea de Kuribayashi era que el enemigo pagase un alto precio en hombres por cada metro de terreno que avanzase. Los japoneses sabían que no iban a salir vivos de aquel infierno, pero se iban a llevar por delante al mayor número de enemigos posibles por delante. ¡Y vaya si lo hicieron!
Antes de intentar el asalto directo a este infierno en la tierra (un Hades tanto para japoneses como para norteamericanos), los aliados bombardearon la isla para “ablandar” (como se dice en lenguaje militar) a los defensores. Se prepararon cerca de unos 250000 hombres, doce portaaviones, 8 acorazados y otros 100 barcos de menor tonelaje. Los bombarderos B-17 descargaron miles de toneladas de bombas explosivas e incendiarias. Pero los japoneses no respondieron a la brutal agresión. Estaban agazapados en sus cubiles a la espera del desembarco de las tropas de infantería para hacer una escabechina entre ellos antes de entregar su vida por el dios viviente sobre la tierra, su empreador Hirohito.
Cuando los aliados desembarcaron en unas playas machacadas a conciencia por la artillería y la aviación, pensando que no había quedado bicho viviente que les hiciese frente, se encontraron con una defensa numantina que disparaba desde nadie sabía dónde, incrementando las bajas de los atacantes según progresaban con lentitud hacia el interior de la isla de Azufre. Tuvieron que acabar, uno a uno, con los puestos de tirador, utilizando morteros y lanzallamas, matando sin piedad a un enemigo oculto que no se rendía ni a tiros. En la celebrada serie Pacific, podemos contemplar escenas brutales de cómo los norteamericanos sacan de sus cuevas a los japoneses a base de lanzallamas. Los soldados nipones corrían abrasados y eran rematados por los invasores. La crueldad del combate fue indescriptible. Los americanos se sorprendieron de que el soldado japonés no se rindiese ante la manifiesta superioridad humana y material de los atacantes. Clint Eastwood realizó dos películas sobre la terrible batalla, una desde el punto de vista japonés, Cartas desde Iwo Jima, y otra desde el norteamericano, Banderas de nuestros padres. Esta última película del rocoso cineasta norteamericano se basa en la famosa fotografía de los marines plantando la bandera USA sobre la cumbre del monte Suribachi el 23 de febrero de 1945, tras cinco jornadas de enconada lucha palmo a palmo sobre un terreno volcánico. La foto es la segunda que tomaron los americanos, y se debe al corresponsal de guerra Joe Rosenthal, y que le valió el premio Pulitzer de periodismo. Esta foto se convirtió en el icono de la guerra del Pacífico.
¿Qué había pasado con los tenaces defensores japoneses? Aunque habían perdido el monte Suribachi, donde estaba el cuartel general de su comandante, todavía aguantaron un mes más en el interior de cuevas y galerías hasta agorar sus reservas de víveres y municiones. Entonces el general Kuribayashi con los pocos hombres que le quedaban, decidió un ataque suicida katana reglamentaria en ristre los oficiales y con bayonetas los soldados, lanzándose monte abajo contra el aeropuerto. Los americanos acabaron con todos. La sangrienta batalla había terminado. Los japoneses perdieron a todos los defensores de Iwo Jima, y los norteamericanos, casi 6000 hombres.
La batalla de la isla de Azufre abrió las puertas de la invasión del Japón propiamente dicho, pero vista la resistencia a ultranza ofrecida por los recalcitrantes nipones en aquel minúsculo islote perdido de la mano de Dios, los estrategas americanos supusieron que la invasión de las principales islas japonesas iba a costar una miríada de bajas norteamericanas, algo que no iba a gustar nada de nada al contribuyente (y votante) estadounidense. Había que pensar en otro plan. La bomba atómica estaba ya en la mente de algunos gerifaltes, tanto políticos como militares.
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