
Tras la anexión de Austria y los Sudetes checoslovacos, ante la ya preocupante impasibilidad de Gran Bretaña y Francia, Hitler decide dar una vuelta de tuerca más en su agresiva política expansionista. Durante varios meses, los agentes nazis se dedicaron a remover las viejas rencillas entre checos y eslovacos, las dos nacionalidades que convivían en el país surgido tras la Gran Guerra. Y por fin, el Führer anunció que las regiones de Bohemia-Moravia y Eslovaquia quedaban dentro de los límites del célebre «espacio vital» alemán.
Por supuesto, todos estos indicios de lo que vendría poco después alarmaron al anciano presidente checoslovaco, el juez Emil Hácha, que decidió «pedir audiencia» a Hitler, quien no tuvo inconveniente en recibirle en su nueva cancillería, muy acorde al gusto megalómano del Führer.
Hácha fue acompañado por su hija y su ministro de Asuntos Exteriores, Frantisek Chvalkovsky. Cuando llegaron a Berlín, fueron recibidos por oficiales de menor rango al que se esperaba para el jefe de Estado de una nación soberana. Además la banda de música que hacía los honores, obvió deliberadamente la interpretación del himno nacional checoslovaco. La cosas no empezaban bien en la guarida del lobo, evidentemente. Fueron alojados en el hotel Adlon, lugar habitual en la capital alemana para los mandatarios extranjeros. Casi sin tiempo para respirar, recibieron la visita del descortés Joachim von Ribbentrop, el ministro de Exteriores nazi, que entregó a Hácha en mano un pliego con las duras, leoninas, en fin, inaceptables. condiciones del Führer: Checoslovaquia pasaba a ser protectorado alemán, por las buenas o por las malas.
Hitler, sin duda, con el ánimo de demostrar quien era el amo y de paso humillar al presidente de la pequeña nación, convocó de madrugada a la pequeña comitiva checa en su impresionante despacho de la colosal nueva cancillería del Reich. La escenografía era perfecta para intimidar a Hácha y a su ministro. Entre la verja del edificio y el despacho de Hitler había unos 300 m de distancia. Hácha y su ministro, acompañados de sus «anfitriones» nazis recorrieron una inacabable sucesión de patios y salones, diseñados para abrumar al visitante más avezado y más templado. El edificio y la escenografía inherente eran fruto de la imaginativa y exacerbada megalomanía del Führer. Tras el desasosegante paseo, Hácha y Chvalkovsky se personaron ante una monumental puerta custodiada por dos orgullosos e impolutos miembros de las SS. Era el despacho del Führer, según anunció Von Ribbentrop. Una estancia de unos 400 m2, decorada con maderas nobles y un techo artesonado. Al fondo del despacho estaba la gran mesa escritorio de Hitler, y tras ella, el propio dictador nazi, esperando a los checos como las arañas a las moscas en su tela. Era toda una exhibición de poder, y fue en ese escenario en el que Hitler, bien escoltado por parte de su plana mayor, Göring, Ribbentrop y el general Keitel (a éste le llamaban el «lacayo» de Hitler, por su absoluto servilismo), saludó con frialdad a los visitantes, aunque eso sí, tuvo a bien levantarse para ir a recibirlos. Sin más preámbulos, les dice que si no entregan por las buenas su país, lo invadirán esa misma madrugada y bombardearán Praga, su capital. De hecho, los tanques nazis ya van de camino hacia allá, y los aviones sólo esperan una orden del Führer para despegar con su carga de muerte y destrucción. Hácha y sus acompañantes se habían cruzado durante su viaje a Alemania con convoyes militares alemanes transportados en ferrocarril, razón de su retraso a su llegada a Berlín.

No había tiempo de reacción, pues fuese cual fuese la respuesta del jurista checo, la ocupación de su país por los nazis sería un hecho. Y dependía de él que fuese cruenta o incruenta. Ante la feroz disyuntiva, su corazón le traiciona y el anciano Hácha se desmaya delante de la cúpula nazi. Como éstos no desean que se les muera el mandatario de una nación soberana (al menos hasta ese mismo instante) ante sus narices (¡qué dirán por ahí!), y menos en el despacho de su Führer, recaban la presencia inmediata del médico, y curandero, sea dicho de paso, personal de Hitler, el doctor Morell, que logra recuperar al anciano, suponemos que con una inyección de adrenalina o algún fármaco similar. Cuando Hácha se ha espabilado un poco, deciden ponerle a prueba otra vez, pues entre tanto se han puesto en contacto con el gobierno checo en Praga. Los nazis ordenaron entonces al viejo juez comunicar a sus ministros que no se opusieran a la entrada de los tanques nazis en la capital. Hácha de nuevo se cae redondo. Demasiada tensión para su veterano corazón. Vuelve a recuperarse y por fin firma el documento por el que entregaba su país al Tercer Reich.
El 15 de marzo de 1939, tras la madrugada de marras que les hemos narrado, lo que quedaba de la república checa se entrega sin resistencia, convirtiéndose en el Protectorado de Bohemia-Moravia. Eslovaquia fue desgajada de la antigua nación y convertida en estado títere de la Alemania nazi. Hitler había vuelto a extender las fronteras de Alemania casi sin disparar un solo tiro y con una rapidez endiablada.
Francia y Gran Bretaña no reaccionaron, pues se habían quedado de piedra. Bueno, no tanto. Gran Bretaña envió una nota diplomática a los alemanes: «Si el ultimátum a Checoslovaquia fuese cierto, el Gobierno de su Majestad se vería obligado a presentar una protesta en los términos más enérgicos», que es decir lo mismo que el que tiene un tío en Alcalá, que ni es tío ni es «ná».
Por cierto, Emil Hácha fue presidente del Protectorado de Bohemia-Moravia hasta el 13 de mayo de 1945, momento en que fue detenido por el Ejército Rojo. Moriría en una prisión de Praga poco tiempo después.
Ataque al corazón del presidente checoslovaco
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